Hace ya casi 5 meses de mi repatriación por Covid-19 y la verdad es que aún no he tenido ni tiempo ni la dedicación que quería prestarle a contar con detalle cómo fue la llegada de la pandemia al viaje de mi vida.
Los que me conocen ya saben que me encanta regodearme en los detalles y las descripciones, porque siento que así mi interlocutor se acerca nítidamente a la experiencia vivida, así que hoy voy a contaros una repatriación por covid-19 que duró aproximadamente una semana y media. Poneos cómodos.
Antes que nada, tengo que hablaros de Pilar. Una charnega (tan perdida en la vida como yo) que se me sentó al lado en el autobús que iba de Puerto Varas a la isla de Chiloé. Fue duro romper mi timidez y aventurarme a preguntarle de dónde era al escucharle un par de silbantes eses. Durante las cuatro horas de trayecto nos dimos cuenta de la cantidad de coincidencias que había entre nosotras: aterrizamos el mismo día en Santiago, con un plan de viaje parecido y ¡hasta llevábamos el mismo libro!
Así que tras separarnos en la isla durante unos días, el 10 de marzo nos volvimos a juntar al sur de esta, preparadas para subirnos en una barcaza que, tras 14 horas de navegación, nos llevaría de Quellón a Puerto Cisnes. El paisaje seguramente era hermoso pero al viajar de noche no vimos ni un solo fiordo. También me gustaría decir que la experiencia de navegar tantas horas fue emocionante, algo que seguramente Pilar no compartirá ya que se pasó parte del viaje mareada y vomitando. Por dignificarla un poco, he de decir que el barco se movió más que el labio de un conejo.
Y entonces llegamos a Puerto Cisnes, una pedanía portuaría -y creedme cuando os digo que estoy siendo muy generosa usando el término de pedanía- que hacía de puerta naviera a la región de Aysén, en la Patagonia Chilena. El cielo nos recibió fresquito y con lluvia, y unos diez perroflautas que veníamos del crucero del Triángulo de las Bermudas y que esperábamos continuar nuestro viaje a diferentes destinos, nos resguardamos en una marquesina con nuestras mochilas.
En ese pueblo no había ni pasaba nadie. Al cabo de 4 horas esperando un camión que transportaba caballos se llevó a 8 de nuestros acompañantes que se dirigían a Coyhaique. Dos horas más tarde, Pili y yo logramos que una familia se apretujara para dejarnos hueco y acercarnos al menos hasta el cruce de La Junta – Coyhaique. Donde dos horas más tarde, conseguimos que un trabajador estatal nos llevara a Puyuhuapi. La carretera, en consonancia con el océano, te llevaba al trote debido a muchos de los tramos sin asfaltar, con lo que fuimos a 20 km/h. Creo que nos adelantaron un par de temerarias bicicletas, de hecho.
Repatriación por Covid-19: crónica de una repatriación anunciada
Y en medio de la nada, surge esta especie de aldea suiza, a orillas de una ladera y un golfo. Con sus casitas de madera, algunas coloridas, su embarcadero solitario y su verdiazul pintado como en un cuadro de Monet. Sin palabras. Tras un par de días sin apenas dormir, con el frío calado en los huesos, como parte ya casi de mi ADN, la ropa mojada, la espalda resentida de la mochila… Aparece Jaquelín, la dueña del Hostel Scarlet que nos cuidó como una madre: muchas mantas en nuestras camas, leña en las chimeneas todo el rato, toallas limpias, duchita y secador de pelo que nos prestó, un chocolate caliente… ¿Qué más se necesita para ser feliz? Quise dormir durante varios días, pero poco tardó Pilar en traer un vino chileno de estos de 3 litros para celebrar que, tras 22 horas de viaje, habíamos llegado a la encantadora y misteriosa Patagonia.
En Puyuhuapi no había señal de teléfono, ni cajeros automáticos, ni nada que te recordara a la Revolución Industrial. Este pueblo parecía vivir ajeno a corrupciones políticas, capitalismo salvaje, bolsa de valores, telecomunicaciones y demás ajetreos primermundistas. Me pregunté si no estaría en el top 10 de destinos para prófugos de la justicia internacional. Vale que no es El Caribe pero está Jaquelín.
Fase 1: Enajenación
Ese día nos quedamos en el hostel y bebimos vino junto con un bodegón anti-Coronavirus (limón-ajo-alcohol) mientras aprovechábamos el wifi del hotel para ver memes y videos que nuestros allegados españoles nos enviaban, ajenos a que dos días más tarde los encerrarían. Solo de pensar que el Coronavirus tenía que pillar un transoceánico más la barcaza de la muerte, nos daba tiempo de ventaja para relajarnos y disfrutar de un país, hasta ese momento, inmaculado.
Fase 2: ¿Qué hacemos?
Al día siguiente, seguía lloviendo y yo aproveché para irme a investigar un sendero que llevaba a un mirador con una chica francesa del hostel. Al volver, Pilar había estado conectada todo el día y hablando con gente de España y la encontré bastante rallada y que se quería volver a España. Yo traté de tranquilizarla con éxito. Esa noche volvió el vino y la velada la amenizó el discurso de Macron que vimos desde el teléfono de mi nueva amiga gala. He de reconocer que el presidente francés tiene más talento para tranquilizar que yo. Por eso, al día siguiente no pude contener la psicosis Covid tras el bombardeo de mensajes, noticias y, como no, la reciente cerrada de frontera de Argentina, país al que tenía previsto cruzar en 3 días.
Fase 3: La decisión: nos confinamos en Chile
Viernes 13 de marzo, en España se anuncia el confinamiento. Pilar y yo democratizamos la decisión sobre qué hacer: viajar no se va a poder viajar, había que buscar refugio por lo que, inicialmente iban a ser un par de meses, como mucho. Jaquelín nos había cogido cariño, ya que le hicimos las veces de traductora con algún huesped y le ayudamos a solucionar un problema con Booking. Le propusimos quedarnos de voluntarias pero en la brainstorming atropellada de «tia, yo soy asmática» «El hospital más cercano está a 5 horas» «Pronto llegará el invierno aquí y estaremos incomunicadas con estas carreteras y la nieve» «el virus se vuelve fuerte con el frío», decidimos volver al calor, cerca de la capital. Un amigo de Pilar nos acogería en una fantástica finca en Maitencillo, a 2 horas de Santiago. Estupendo.
Tomada la decisión, ese mismo viernes, fuimos a comprar el billete para emprender el regreso a la capital. El único bus con dirección al norte salía el domingo y se tenía que comprar in situ y en metálico. El cajero más cercano estaba a 5 horas pero yo y mi malicia indígena teníamos dinero suelto escondido en diferentes bolsillos de mi mochila que, junto a la calderilla de Pilar (recordad que era catalana), fue milagrosamente suficiente para reservar nuestras plazas.
La psicosis seguía empadronada en Pilar y me arrastró a hacer compra de comida porque seguro que en el norte ya escaseaba. Mi sentido de la supervivencia me llevó a la zona de pastas y legumbres y eché paquetes a la cesta como si fuera la jefa de emergencias humanitarias de ACNUR. Mientras, el paladar caprichoso de mi amiga andaba echando latas de jureles y melocotón en almíbar. 42000 (unos 48€) pesos de comida que cargaríamos junto a nuestros 12 kg de equipaje con un desenlace bastante inesperado.
Fase 4: Dimensión e improvisación
El sábado disfruté de mi último senderismo en libertad y realmente lo saboreé como tal: el ventisquero colgante. Volví hambrienta y sin un peso, -porque habíamos gastado todo en los billetes- y nuestra querida Jaquelín nos invitó a dos merluzas con papas que aún recuerdo salivando. Nos despedimos con una postal y una piedra de ámbar de Marruecos que le dejamos de regalo a nuestra afable anfitriona y nos montamos en el bus.
Nos esperaban 14 horas de viaje pero teniamos 42000 pesos en comida. De esas 14, 6 horas fueron en un ferry donde nos acompañó el sol todo el rato. Yo me tumbaba a tostarme en proa y popa según se iba moviendo el barco, hasta que una estruendosa bocina me levantó como un resorte. Al parecer, un simpático pícaro decidió pulsar la alarma del barco y tenernos 20 minutos en vilo sin saber muy bien si al final íbamos a hacer un remake de Titanic.
A las 12 de la noche llegamos a la terminal de autobuses de Puerto Mont sin un peso, no siendo el mejor de los escenarios para dos guiris con acento español. Así que, como ya se rumoreaba que los españoles éramos unos apestados, le dije a Pilar que tosiera como si no hubiera mañana por aquello de garantizarnos la distancia de la inseguridad. El amable chico de Couchsurfing nos envió y se ofreció a pagarnos un Uber hasta su casa, donde dormimos en una especie de zulo, en un colchón de 90 y tapadas con nuestra propia ropa. Si, amigos, la vida del viajero no es todo #travelgram.
Al día siguiente, la alerta de coronavirus se hacía tangible. Las compañías de autobuses cerraban rutas, las farmacias exponían carteles de no queda gel ni mascarillas y el presidente Piñera anunciaba por la tele el cierre de fronteras. Compramos billetes hasta Viña del Mar (a hora y media al norte de Santiago) para las 20h y un vino para el chico del Couchsurfing y en la incertidumbre dejamos pasar las horas con la cabeza envuelta en una montaña rusa de emociones. Llevábamos 27 horas desde que salimos en las que pude dormir unas 4 horas, el cansancio y agotamiento hacían mella y esa tarde la de la psicosis fui yo.
Pilar me tranquilizó y me convenció de que en Maitencillo estaríamos seguras. A las 20.00 h de ese lunes 16 de marzo nos subimos al autobús, con 14 horas por delante en dirección a Viña del Mar.
A las 6 am, a dos horas de llegar a Santiago, recibí varios mensajes de amigos que, preocupados por la situación, me aconsejaban volver o al menos contactar con la embajada. No sé si os suena, es ese lugar donde nunca te cogen el teléfono ni te resuelven dudas. Al poco rato, una amiga con contactos en Iberia me cuenta que van a cerrar el espacio aéreo. No era capaz de dimensionar la magnitud de esta pandemia. No parecía que fueran a ser dos meses. Mi psicosis se volvió sentido comun. Yo había vivido cuatro años en Bogotá. Sabía que las cosas se podían poner feas.
Desperté a Pilar, que en su obra y gracia, la tía dormía a pierna suelta, con su pandemia y todo. Le dije que me volvía a España. Que ya estaban cancelando vuelos y que muy pronto iban a cerrar el espacio aéreo.
Fase 5: Repatriasión o morisión
No fue el mejor despertar de la vida y tras bufarme un poco, entró en razón. Y en ese mismo bus compramos los vuelos más caros de mi vida. Santiago- Barcelona. No comerciaba yo lo suficiente con petróleo para comprarme el billete a Madrid.
Viendo la situación, no quise alejarme de la capital. La siituación cambiaba constantemente y no quería arriesgarme a que al día siguiente no encontráramos transporte para llegar al aeropuerto así que le dije que me bajaba en Santiago, que no iría a Viña del Mar. Pilar me bufó una mijilla más hasta que consensuó el bajarse también a condición de ir directas a un hotel frente el aeropuerto. Dos barriles de petróleo más que tuve que vender para pagarlo pero ahí llegamos. Ya en el Uber yo lloraba desconsolada, tratando de asimilar todo lo que había pasado en 72 horas. Moqueaba y me limpiaba las lágrimas mientras el pobre conductor venezolano me miraba asustado, pensando seguramente que le iba a dejar kilo y medio de carga vírica en su coche.
Una vez en el hotel del aeropuerto nos dejaron esperando 5 horas hasta darnos habitación. Ahí nos separamos para hablar cada una con nuestros allegados, explicándoles la noticia: Volvíamos.
5 horas para soltarlo todo. Para coger fuerzas. 5 horas de desaliento, de rendición, 5 horas para entender lo que estaba pasando, 5 horas para convencernos de que tomamos el camino correcto.
El resto fue pisco sour y un largo viaje de 14 horas hasta llegar a la pandemia real: el aeropuerto de Barcelona y un país en estado de alarma.
El vuelo a Jerez del día siguiente me lo cancelaron y yo aproveché cuatro días más al caloret de mi mejor amiga, que se me echó a abrazarme la pierna en cuanto llegué a su ciudad fantasma. Y fue el lunes 23 de marzo que pude coger un tren de 14 horas que atravesó toda la meseta hasta llegar a mi ciudad donde al final de la escalera de Renfe me esperaba la ironía y guasa de mi madre diciéndome: Ea, po ya has dao la vuelta al mundo, mira tú qué rápido.
P.D. Bienaventurado el que encontró al llegar a Viña del Mar en el maletero del autobús dos bolsas con 42000 pesos en víveres. Amen.
Que gusto leerte (dejando de lado la melancolía del texto).