Las cataratas de Iguazú eran la gran prioridad de mi viaje. Así que al tercer día de aterrizar en Argentina, había planeado escaparme a contemplar este patrimonio de la humanidad.
La mañana en la que tenía que ir al aeroparque Jorge Newbery (Buenos Aires tiene dos aeropuertos) empezó regular. No daba con el bus que me llevaba hasta allí, la aerolínea no me dio correctamente el número de reserva con lo que no pude hacer el check in previo así que me cobró por eso y por facturar equipaje ya que sus dimensiones solo aceptan el equipaje de los polly pockets.
formadas por 275 saltos, las cataratas de iguazú son consideradas una de las siete maravillas naturales del mundo
Para más Inri, el avión se movió más que el labio de un conejo, con lo que mi crisis de ansiedad quedó bastante frustrada ante el corazón de hielo de la señora de al lado que no tuvo la consideración ni de darme la manita. Tuve además la suerte de estar en la ventanilla para deleitar mi vértigo con el descenso. Un verde y bonito paisaje que fue selva hasta cinco nanosegundos antes de tocar tierra, donde apareció un fugaz asfalto.
El aeropuerto de Puerto Iguazú era parecido a una terminal de autobuses de pueblo. Tomé el contacto de la empresa -llamar empresa al whatsapp de 3 conductores que se repartían la zona es muy optimista, pero que el ánimo no decaiga, hombre- para poder regresar a este.
Llegué caminando al Hostel Park Iguazú: bueno, bonito y barato. Tenía piscina y mesa de ping pong. No sé en qué momento jerarquicé el lujoso agregado de la competición de tenis de mesa en la inmensidad de una de las siete maravillas naturales del mundo, pero oye, los caminos del consumidor son inexcrutables.
Sentí que merecía compensarme el día duro y me fui a comerme mi primera parrillada argentina. Con un litro de Quilmes, para paliar el mal trago (con un buen trago) del vuelo, mientras planificaba la visita de las cataratas de Iguazú, de ambos laos. He de indicar que Iguazú es un lugar generalmente caluroso y húmedo, para lo que yo había echado la esperanza de verano hecha trapitos que me comí con patatas, ya que nada más aterrizar en Argentina, Iguazú pasó de los 27 grados a los 13.
Su nombre tiene origen guaraní: Yguazú que significa agua grande
Al día siguiente fui al parque do Iguaçu, es decir el lado brasileño. Desde este lado, se ven las cascadas del lado argentino y es impresionante. Es cierto que el tiempo no acompañaba, pero no restó ni un pixel de inmensidad a las incontables cascadas. Es más, cuando salió el sol, la Pachamama postureó para mi foto poniéndome un arcoíris influencer en el medio. Toma tu like.
El lado argentino es más variopinto ya que tiene distintos senderos y caminos para disfrutar del paisaje desde diferentes ángulos. Sin embargo, es el más abarrotado de turistas y se hace algo molesto disfrutar de las cataratas con escandalosos grupos de excursionistas. Dicen que cuando ves la Garganta del Diablo por primera vez te entra el síndrome de Stendhal. A mí me entró el síndrome de voy a empujar a cuatro guiris a que se los coma la tierra. Bromas aparte, estar tan cerca de una fuerza tan poderosa de agua, de su sonido y salpicadura, donde parece que la tierra se abre para tragarse todo lo que lleve a su paso, produce un ecosistema de emociones diversas y encontradas a una velocidad de vértigo que pocas veces había experimentado.
Sin duda, un patrimonio natural de la humanidad que aunque se ha vuelto demasiado turístico para mi gusto, hay que visitarlo sí o sí.
Por supuesto, cuando dejé Iguazú, volvieron los 27 grados.